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El derbi. Por Jacobo Rivero

12 diciembre 2011

El bloguero -y entrenador de cantera y miembro de la Peña 16-J- Jacobo Rivero publica en «Sputnik Basket Blog» este artículo sobre el derbi que reproducimos por su emotividad.

El derbi. Por Jacobo Rivero

El derbi significa que te levantas un día con lombrices en el estómago. Estas sin estar, pensando en el momento en va a comenzar el partido, rumiando que se trata de una misión imposible que, de salir bien, puede parchear preocupaciones que van más allá de lo deportivo. 

Si vienes de una trayectoria nefasta, como nos estaba ocurriendo al Estudiantes, te ocurre que incluso relativizas todo lo que ocurre alrededor: que Cameron no haya llegado a un acuerdo con Sarkozy y Merkel; que La Liga Árabe haya criticado al aspirante republicano Newt Gingrich; que en España se construyera un aereopuerto en Ciudad Real y otro en Castellón mientras muchos miraban a Messi y Ronaldo sin pestañear; o que Antoine Wright no meta un tiro ni borracho.

Un derbi entre el Estu y el Real Madrid tiene muchas historias detrás. Entre otras: la de Antonio Díaz Miguel, joven colegial del Ramiro que cambió de hábitos antes de enfundarse las gafas más modernas que había aquella madrugada mítica de 1984 en toda la península ibérica; la de Fernando Martín, el primer jugador español en llegar a la NBA, que tras un subcampeonato con la camiseta de Estudiantes marchó al club de la castellana para pleitear en las zonas de forma maravillosa con Audie Norris; la de Alberto Herreros, que tras ganar la Copa del Rey del ’92 con Pinone, Nacho, Orenga, y Winslow cambió de acera para meter un triple en el último segundo de una final que todavía amarga txikitos en Vitoria-Gasteiz; o la de Dani Díez, canterano ramireño virlado recientemente por la entidad merengue cuando sólo era un cadete, y que hoy ha visto a sus compañeros de clase en la grada de la Demencia desde el banquillo de Laso.

Ser del Estudiantes no es ni mejor ni peor que ser del Alcoyano, del Hércules, o de los Lakers. Es distinto, y cada uno en esta vida tiene afinidades en función de las situaciones que le han tocado vivir. Ocurre que yo me he educado en el Ramiro de Maeztu, he jugado en la cantera, y ahora entrenó allí. Así que mi universo cósmico esta directamente relacionado con la calle Serrano 127. A pesar de que este año nuestro equipo todavía no tenga las nuevas equipaciones; de que el Magariños este en barrena por unas obras que parecen interminables y bochornosas; del destierro del equipo ACB a Coslada; de tener que ir a jugar amistosos de ida y vuelta con el Autonómica por los campos de Castilla con bocata y bota de vino; de no cobrar ni un euro por entrenar en el club que te da la vida; o de ver cada día en nuestras instalaciones cosas que me ponen los pelos de punta…

Lo cierto es que aunque la mayor de las veces lo que toque sea la derrota, las decepciones, o los naufragios ponzoñosos en territorios mucho más sólidos, para mí lo que prevalece es el escudo en azules, la curiosa tipografía de Estudiantes, la cantera del Ramiro, y los chavales de la Demencia que se desgañitan por unos colores que significan respeto por el baloncesto, valentía ante las adversidades, y diversión.

En la genial película de Adolfo Aristarain Un lugar en el mundo (1992), Mario (Federico Luppi) le comenta al geólogo español Hans (José Sacristán), en sobremesa nocturna de licores y confesiones, aquello de “si la guerra se ha perdido, por lo menos quiero darme el lujo de ganarme una batalla”, la lógica opuesta a la de la victoria global. En el Estudiantes es probable que nuestro modelo de baloncesto, aquel que importó brevemente Pepu hasta el Japón, haya salido definitivamente derrotado en este mundo de audiencias y shares, traspasos de billetera y clubes de negocio, pero, como dijo Ernesto Cardenal (a vueltas de los sucedido tras la revolución en Nicaragua y su posterior derrota), “nuestra causa es invencible”.

Será difícil que Estudiantes, con un 33% de presupuesto menos que la temporada pasada, logre volver a una final de la ACB o de Copa a corto plazo, pero hoy demostró que con inteligencia desde el banquillo y ganas en la cancha, al menos por un día, el pobre se puede comer al rico, e irse a dormir con el placer de las conquistas imposibles.

Al final el que gana el partido es un sueño compartido. Y eso tiene un valor que no se pueda pagar con dinero.