
Los sevillanos dependían de lo que hiciera André Turner; el “genio de Memphis” monopolizaba el balón a la hora de atacar y aquel día se dedicó a tirar a canasta hasta las zapatillas y encima, sin puntería (7 de 17 en tiros de campo).
Consecuencia: el Caja San Fernando se dejó la piel en el campo, pero fue un esfuerzo baldío, y cayó con estrépito. Los madrileños volvieron a mostrar el juego alegre, rápido y eficaz de la víspera. Los numerosos dementes congregados en la grada se resistían a abandonar el Araba Arena, con las luces ya apagadas, mientras bailaban, se abrazaban y cantaban a coro su “Somos un equipo de patio de colegio”.
Eso que alguien dijo como un menosprecio se adoptó como un estilo de juego, desvergonzado, entusiasta, divertido, la negación al basket control, la antítesis de Maljkovic. Y del Pamesa de Miki Vukovic, el que había de ser su rival al día siguiente.
Los madrileños dominaron todo el partido y al final protagonizaron un paseo militar ante un adversario que hubo de contentarse con ver cómo Chandler Thompson se adueñaba del parquet en una demostración de poderío, Aísa se encargaba de yugular la posibilidad de los pases a Turner, obligándole a resolver en solitario y los hermanos Reyes volvían a dominar el rebote.
Por cierto: Carlos Jiménez vio los 40 minutos, bien abrigado en el banquillo por culpa de una gripe tan severa como inoportuna que le había dejado sin fuerzas. Lo extraordinario es que no se echó en falta a un jugador imprescindible, y eso habla aún mejor de lo que hizo el equipo que Pepu Hernández dirigía con mano maestra.
Aquella fue una noche muy muy larga en las calles y bares vitorianos. Pese a ser domingo. Estaba siendo todo demasiado fácil y había que vivir cada momento, lástima al día siguiente no hubiera nada nuevo que celebrar.
(Texto publicado en «Club Estudiantes. 60 años de baloncesto» editado por Fundación Estudiantes y la Comunidad de Madrid)